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La quinta loba.

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 OTRO AÑO MÁS


¡Otro año más! 
        Es el momento de poner el equipo a punto: cojo el trapo para quitarle el polvo y remojo el hisopo para limpiar el visor. El respaldo para la película es la parte más propensa a almacenar ácaros, la limpio con cuidado para apoyar un nuevo carrete. 

        Mis hermanos dicen que estoy muy obsesionado con mi cámara y su mantenimiento, pero si por mí fuera no la usaría solo una vez al año.

        Hacer fotos siempre ha sido mi placer secreto. 
   Capturar una imagen, retratar a alguien en un papel, convirtiéndolo en un recuerdo inolvidable, imperecedero. Poseo una enorme colección de millones de fotografías, sin exagerar.
     Guardo mis preferidas en un cofre. Las demás cubren las paredes de mi desván. Me gusta sentarme a contemplarlas antes de dormir, me relaja. 

    Instantáneas de momentos efímeros que puedo revivir en mi cabeza si me concentro. Percibo hasta los olores de las habitaciones que salen en ellas, la sensación que tuve al hacerla, creo incluso poder tocar su suave piel. 
      Se puede transmitir tanto… con tan poco.
     Sueño con ellas y con sus protagonistas, me excita. Despierta un placer primario, sexual.

    Cuelgo la cámara de mi cuello y salgo dispuesto a subirme al camello. Miles de años continuando con la tradición y mis nervios se revolucionan como el primer día.
—¿Todo listo, Melchor? —me preguntan.
—Todo listo, Gaspar.
—¡Pues salgamos de Oriente! —grita Baltasar.

Y mis hermanos, mi cámara y yo ponemos rumbo a todos esos hogares donde aguardan mis modelos preferidos. Otro año más. 




Balta M.R

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 SIETE AÑOS


Hoy hace siete años de la catástrofe. Siete duros años. 
Al principio fue un completo infierno: los días eran eternos y yo no comprendía nada. 
No encontraba a nadie, ni vivo ni muerto, nadie. Por más que buscara y por más que viajara. Me dejé la voz gritando nombres y lágrimas, ahogando mi desesperación. 

Estaba completamente solo en el mundo y cuando digo solo y en el mundo, digo solo y en el mundo. 
Cogí diferentes coches, recorrí todo el país, incluso me aventuré a salir al resto de Europa. Los escenarios eran muy parecidos en todas las casas. En cada habitación, un suceso cotidiano que no había terminado de ejecutarse. 
Era… como si todo el mundo hubiera desaparecido a la vez de la faz de la tierra. Juntos, al unísono. «¡Flash!» Y se fueron. 
Mesas preparadas para sentarse a comer, coches en mitad de la carretera, tiendas abiertas, camiones a medio descargar, bañeras llenas de agua, el hilo musical funcionando en los centros comerciales. 

Al principio me lamentaba. ¿Qué habría pasado? ¿Por qué todos menos yo? ¿Qué iba a hacer a partir de ahora? Llegué hasta a pensar en el suicidio. Pero, con el paso del tiempo, después de asimilarlo, descubrí que no estaba tan mal estar solo: podía leer cuanto quisiera, no tenía que trabajar, ya no le tenía que pasar la pensión a la malnacida de mi ex. Las deudas no me ahogaban y mi jefe ya no existía.

Podía ir en pelotas al supermercado y pasar los días de verano acampado en el río, sin miedo alguno a que nadie me robara. Todos los recursos de la Tierra estaban aquí para mí.
Es curioso lo solo que me he sentido siempre rodeado de gente y lo bien que estoy ahora que abrazo a la soledad como a mi mejor amiga. 
Este último año he llegado a la conclusión de que no sería capaz de volver a la antigua normalidad, a vivir en aquella sociedad artificial que engendramos y que le quitaba al ser humano toda su parte animal.
Volví a ver todas aquellas películas y juegos en los que los protagonistas, tras vivir situaciones similares, enloquecían, hablaban con pelotas y maniquíes o ponían hincapié en la necesidad de crear una rutina. Gilipolleces todo, esto es lo mejor que me ha pasado en la puta vida. 

 A veces vengo aquí, al estadio de mi equipo. Me gusta tumbarme en el centro del campo a observar las estrellas. Me pregunto si he muerto y este es mi cielo.
Un sonido interrumpe mi tranquilidad, oigo una voz masculina.
Me resulta familiar, es cálida, acogedora y dice mi nombre. Miro hacia los lados y le grito a las estrellas preguntándoles a ellas. ¿Será Dios el que me habla?
La voz se mezcla con otras más, ya no entiendo lo que dice. El estadio está desapareciendo y otras imágenes inconexas se cruzan en mi cabeza. Me agarro del pelo tirando fuerte, me quiero sujetar, anclarme a donde estoy.
Todo se ha quedado oscuro, envuelto en un silencio que jamás olvidaré.
Escucho entonces alto y claro unas palabras, las que resultarán ser las últimas de mi vida, por lo visto:
—En presencia de la familia y tras firmar el consentimiento procedemos a desenchufar al paciente. Descanse en paz.




Balta M.R


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 PRUEBA 3025


—El paciente se retuerce, parece que está sufriendo. Grita, intenta arañarnos y se mueve sin parar. Está completamente descontrolado. No llega a articular palabra alguna, pero los sonidos de sus alaridos se asemejan a la palabra «para».
La doctora García pulsó el botón de pause de la grabadora para reflexionar sobre la situación. Observaba a su compañero de profesión Matías, quien se movía con cautela alrededor del paciente. Algo en su interior le decía que aquello no era correcto, que el que estaba tumbado y atado sobre la camilla no lo estaba pasando bien.
Veía el dolor en sus ojos y se contuvo hasta que no aguanto más:
—¡Para! ¡Le estás haciendo daño!
—Este es el procedimiento doctora, lo conoce bien. 
—¡He dicho que pares! ¿No ves que sufre?
—No me digas que después de todo, este malnacido le da pena.
—Lo que te digo es que yo no me olvido de mi código ético.
—¡Por favor doctora, haga su labor! Siga documentando y déjeme trabajar tranquilo.

Poco convencida continuó observando y narrando la situación. García confiaba plenamente en Matías, pero no siempre estaba de acuerdo con sus métodos.
—Los chillidos del paciente no cesan. El doctor Matías procede ahora a pincharle 25 miligramos de la sustancia experimental que incluye la modificación número 3025. Clava la aguja con dificultad para inyectar en el cuerpo los veinticin… treinta y d .. cincuenta… ¡Por favor para!, ¡lo vas a matar!

García tiró la grabadora sobre la mesa y se abalanzó sobre su compañero por la espalda. La aguja continuaba clavada en el cuerpo del paciente mientras los doctores forcejeaban. Matías trataba de llegar hasta él con García subida en su chepa, rodeándole con las piernas y aprisionándole la garganta. 
Por el camino, varios utensilios cayeron al suelo. Dando vueltas y luchando entre ellos, Matías se giró con fuerza contra la pared, provocando que la doctora cayera al suelo.
Esta, aún con fuerzas, le agarró por las piernas haciendo que cayera de bruces, Matías se llevó las manos a la cara notando un incesante calor alrededor de la boca: estaba cubierto de sangre, debía haberse roto la nariz. 
Como pudo, avanzó arrastrándose por el suelo mientras pataleaba para librarse de García. Se consiguió incorporar y apretando con el pulgar terminó de inyectar el líquido en el cuerpo del paciente. 
—¡Noooo! ¿Qué has hecho? —García se lamentaba entre sollozos tumbada en el suelo.
Ambos miraban el monitor de latidos sin esperanzas de ver alteraciones en el electrocardiograma.
—¿Por qué te importa tanto? Hemos hecho estas mismas pruebas con otros 3024. ¡Estoy harto ya!
García se sentó llevándose las manos a la cabeza.
—Estaba tan convencida de que esta vez las medidas eran las justas que escogí a mi marido para la prueba. ¡Y tú no has respetado las medidas!
—¿El que está aquí tumbado es tu marido?
García balbuceó algo y asintió afligida.
En un arrebato se levantó en busca de la grabadora, se puso delante de la camilla y comenzó a hablar entre sollozos:
—¡Lo ha matado! ¡El doctor Matías lo ha matado! —lamentaba a gritos. 
Matías la miraba sorprendido:
 —¿Le has mantenido encerrado durante todos estos años?
—Esto ya no tiene ningún sentido —susurró García.


La doctora sacó una pistola del cajón del escritorio y posteriormente se suicidó. Fue una lástima que no esperara unos minutos para ver cómo el cuerpo devolvía variaciones en el electrocardiograma, para ver cómo gracias a la irracional prueba que había hecho Matías inyectando una dosis mucho más grande, habían descubierto, por fin, la vacuna para los zombies.


Balta M.R



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 DESAPARECIDA

  Imprimir, recoger folios y apilarlos. Imprimir, recoger folios y apilarlos. Imprimir, recoger folios y apilarlos. Todas las mañanas imprimiendo folios y apilándolos. Folios con la foto de mi mujer, con mi número de teléfono y un gran título en la parte superior: DESAPARECIDA.

        Y por las tardes salimos a colgarlos en árboles, en farolas, en fachadas, toda la ciudad se ha involucrado, hasta la televisión local está detrás del caso.

        Me reúno con todos, participo en las batidas de los alrededores, incluso entrevistas he hecho, todo lo que sea necesario para mantenerlos alejados de mi sótano. No me quejaré, al menos estoy entretenido. 

Imprimir, recoger folios y apilarlos. Imprimir, recoger folios y apilarlos.



Balta M.R






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LA NIÑA DEL SEGUNDO A

Por fin ha llegado el sábado, son las doce y media de la mañana y solo quedan unos minutos para que Clarita vuelva de comprar el pan, para que aparezca dando sus característicos saltitos haciendo rebotar los pompones de sus botas rosas. Sueño con esas botas desde el día en que comencé mi plan. Después de un mes observando desde la ventana he interiorizado cada movimiento que hace. El ondeo del lazo de su coleta, el descosido de sus guantes de colores y su bonita sonrisa a la que cada semana le falta algún diente diferente. 
— Quizás esta noche venga el ratoncito Pérez —me dice cada vez que la veo.
A mis cincuenta y dos años no recuerdo haber visto jamás a una niña tan dulce y bonita. Acaba de llegar a la calle, la veo si aparto ligeramente las cortinas. Busco rápido las llaves para bajar y alcanzarla en el portal, necesito hacerlo de forma rápida, sin que los vecinos de enfrente, sus padres, nos oigan. 
Cierro sigilosamente la puerta de mi piso rezando para mí porque la niña no diga nada «que no grite por favor, que no se asuste».
Bajo rápido las escaleras y veo que ya ha entrado al portal, llego justo antes de que la pesada puerta de hierro haga ruido alguno. Ayudo a cerrarla sigilosamente, con mis manos sudadas y el corazón en la garganta. 
— Buenos días, Ricardo —dice Clarita.
La dulce clarita. 
La cojo del brazo y le pido que venga conmigo al cuarto de contadores. 
— ¿Confías en mí? —Le pregunto tembloroso.
Tanto tiempo esperando y por fin estaba aquí, conmigo.
La niña asiente despacio, se ha puesto muy seria, no descarto que en cualquier momento se ponga a gritar. 
—Clara necesito que no cuentes nada a nadie de lo que va a pasar aquí, ¿de acuerdo? Ni siquiera a tus papás.
Los grandes ojos de Clarita me observan con atención
— Remángate el vestido —le pido. 
Sus ojos se inundan de lágrimas, pero no emite sonido alguno. 
—Clara remángate el vestido no tenemos tiempo. 
Despacio, con miedo, Clarita me deja ver su piel y me confirma mis peores sospechas. 
Ahora el que llora soy yo, mientras me agacho y la abrazo, siento su fragilidad, su miedo, aun sabiendo lo que ocurre me impacta ver su piel magullada y morada. Demasiadas heridas para tan pocos años.
—La policía está apunto de entrar en casa de tus padres pequeña, lo hará unos minutos después de que llegues tú. Puedes estar tranquila, ya se ha acabado todo.
 «Te prometo que esos hijos de puta jamás te volverán a poner una mano encima»

Balta M.R



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Sobre mí

Balta M.R

¡Hola, bienvenid@ a mi blog! Mi nombre es Balta. He decidido crear este rinconcito para publicar mis relatos. Si me preguntas sobre que escribo contestaré que sobre lo que me apetece. No me define un género, escribo para disfrutar, expresarme y vaciarme por dentro. Esta es mi mejor terapia y es por ello que podrás encontrar historias muy variadas por estos lares. Muchas gracias por dedicar algo de tú tiempo en estos momentos en los que la vida va tan acelerada y es tan complicado prestarle atención a pequeñas cosas, como es este blog. Espero que disfrutes leyendo tanto como yo creando.

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