Va por ti, abuelito
¡Por fin, por fin, por fin! Ya es 1 de Julio y por fin vamos de camino a casa de la abuela Elisa. Me paso los días deseando que llegue el verano para poder ir allí y quedarme hasta septiembre que empieza la escuela. Antes era más divertido aún porque estaba el abuelo Cayetano, pero un día se puso enfermo y al poco tiempo se fue al cielo. Aun así me encanta pasar los días con la abu. Hace unos veranos cuando yo solo tenía 5 años me enseñó a coleccionar hojas y flores. Paseábamos por el campo recolectando un montón de plantas que luego me enseñó a conservar. Y por la noche, lo guardamos todo en un álbum para tenerlo bien clasificado. Pegamos etiquetas con el nombre, la fecha y el origen, y el abuelo Caye lo almacenaba en el armario del garaje.
A ellos les gusta mucho que vaya. Cuando mi abuela llama por teléfono dice que también espera impaciente nuestras escapadas de coleccionistas. Casi la puedo ver con su vestido de flores sujetando la cesta de mimbre. Cómo mola que vivan en el campo. No hay casi nadie cerca así que no me obligan a jugar con ningún estúpido niño, como hacen mis padres.
Un par de veranos después, cuando ya tenía 7 años, me cansé de recopilar plantas. Ya casi todas me parecían iguales y nuestra colección era enorme. Las repasé tantas veces y las analicé con tal detalle que casi sabía cuál era cada una sin mirar los nombres temblorosos que la abuela escribía en las etiquetas. Cómo el abuelo Caye vio que mi interés disminuía, me enseñó a apreciar la entomología. ¡Qué divertido es capturar bichitos! Avispas, mariquitas, mariposas de muchísimos colores, arañas, saltamontes… ¡Los tengo todos! La abuela compró unas vitrinas muy chulas y en vez de guardar las cosas en álbumes de cromos como hacíamos con las plantas, los clavábamos a un corcho usando sus alfileres de coser, y luego metíamos ese corcho tras los cristales. En tan solo un par de veranos todo el garaje quedó colorido. ¡Qué pena me da no tener todo eso en mi casa!. Seguro que me ayudarían a que los días se pasen más rápido.
Siempre salgo triste del colegio porque no me gusta mucho, allí me aburro y la mayoría de los niños quieren jugar a cosas que no me interesan. Antes por lo menos mi padre pasaba tiempo conmigo y hacíamos maquetas, pero desde que nació Marta no tiene tiempo.
— Cariño, tú ya eres un niño muy grande, pero Marta aún no puede hacer las cosas sola. Sé bueno y vete a jugar, haremos la maqueta en otro momento.— Siempre me dice lo mismo.
En fin. El año pasado, antes de que el abuelo cayera enfermo, fuimos un día al río para añadir alguna libélula a la colección. Estaba yo sentado en una roca con el cazamariposas en la mano mientras la abuela extendía una manta de pícnic en el suelo, cuando pude ver actuar la naturaleza en primera persona. Un precioso calao terrestre de papada roja andaba sigilosamente por la orilla del río. Avanzaba despacio, sin hacer ruido, sus patas parecían hechas de papel. A pocos centímetros de llegar a su objetivo comenzó a abrir su largo y negro pico, y en un movimiento veloz como el que nunca había visto, enganchó a un distraído sapo que comenzó a luchar por su vida como pudo. Sus patas traseras se retorcían mientras el ave batallaba para metérselo en la boca. Su cuerpo se dobló y estiró tantas veces intentando escapar que el sonido de pequeños huesos rotos irrumpieron el silencio del momento y un chasquido final anunció su muerte inminente. Se había roto el cuello. Aquel sonido activó algo en mí, fue un empujón para seguir creciendo en mi hobby y le pedí al abuelo que me enseñara a preservar cosas más grandes. Sé que los animales colgados en el salón fueron cazados y disecados por él. Así que pasamos el resto del verano afinando está nueva técnica. La abuela estaba tan contenta y se alegraba tanto por mí que: ¡hasta me regaló mi propio bisturí!
Ya casi no caben las cosas en el garaje, los últimos huecos fueron ocupados por algunos gatos, ardillas, zorros y conejos. Ese verano fue el más divertido de todos y el último del abuelo.
Cuando volví a casa se lo conté todo a mis padres, con pelos y señales. Pero lejos de alegrarse me dijeron que no debería disfrutar con esas cosas y que era un hobby cruel y estúpido. Qué por qué no podía jugar al fútbol como los demás niños. Eso que ni siquiera les conté lo que hicimos con Pelayo, el perro de una finca cercana que siempre se escapaba y estropeaba algunas cosas del huerto de la abuela.
Mamá, papá y Marta, los tres son un rollo. Estoy deseando perderles de vista. Menos mal que ya estamos en la última carretera, en veinte minutos estaremos ya en su casa. Aunque ya no esté el abuelo, este año será mejor que ninguno, mi hermana se va a quedar con nosotros, y como esto ya me lo esperaba, el año pasado dejé un hueco en el garaje al lado de las vitrinas de los insectos. Tengo planes para Marta, seguro que desde el cielo el abuelo se siente orgulloso.
Balta M.R.
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4 comments
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ResponderEliminarMe ha gustado bastante. Inquietante final.
ResponderEliminarFelicidades. Una buena historia bien contada.
ResponderEliminarComo venía viendo el final, que malo es conocerse, muy chulo
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